El rey mero de Cabo Palos
Dicen que las morenas se pusieron de huelga en la Reserva Marina de Cabo de Palos-Islas Hormigas cuando Andrés cambió el centro de buceo por el ecosistema sediento y tunante de la hostelería. Toda una institución en el pueblo costero y el único de los fundadores de la actividad submarinista que permanece en esta esquina con faro, corazón del buceo murciano, Andrés ha delegado la gerencia de la escuela Planeta Azul para mandar en las mesas del restaurante Mediterráneo y la terraza del bar Baraka.
El rey mero no ha dejado de bajar a pasar revista al paraíso submarino que lo sedujo hace quince años, cuando andaba en secano y un remojón le cambió la vida: «Mi primera inmersión fue en el Bajo de Fuera, a ver los grandes pecios y, sobre todo, el 'Sirio', y salí envenenado. Fue una diversión orgásmica. Di un giro de 180 grados y me vine», cuenta desde el puerto cabopalero. Un viraje de lo más radical para un huertanico criado en Rincón de Seca que había crecido fregando vasos en el restaurante familiar, La Corra, de puntillas sobre una caja de cocacolas. Desde entonces vive en Arcadia todos sus días: «Cabo de Palos te da lo que necesitas y lo que no. ¿Cómo valoras un paseo por la playa, una puesta de sol? Es como ponerle precio a un abrazo. No puedes valorar pequeños placeres, como una ducha o la punta del pan», habla el rey. «Mi Cabo de Palos es un sitio para vivir y morir. Hay tolerancia. Sé como quieras», abre la veda en tierra, porque el fondo del mar es para Andrés una versión libre de la inmortalidad: «Cuando buceo por ahí lejos siempre pienso ¡pues Cabo de Palos sigue siendo la hostia!». «Mantengo la capacidad de disfrutar bajo el mar, con la misma intensidad aquí que con el tiburón blanco en Guadalupe. Me lo paso pipa en la Escalerica, detrás del faro», cuenta con los ojos llenos de todos los pantones de azules del Mediterráneo. Allí inventó el vocablo 'acuaticidad' al ver a una sirenita. «No existe, pero de alguna manera hay que llamar a la capacidad de fundirse con el agua», zanja el debate. Se le vino el palabro a la mente una tarde de calma chicha: «Las morenas andaban despendoladas, los peces parecían suspendidos, te pasaban los bancos de alevines de barracudas. ¿Y dónde pasó, en la Polinesia, en Belice? ¡No, en Cabo de Palos, en la Escalerica!». Ya no hay más dudas para Andrés: «Cada sitio tiene su porqué, y en Cabo de Palos están todos los porqués», grita a quien tenga incertidumbres pendientes.
Con sacacorchos, este Neptuno murciano llega a confesar que, a pesar de su condición de monarca de meros y lubinas, su mayor subidón lo vivió sin gafas de bucear. «No hay bomba más atómica que una mujer cuando quiere besarte y te dice ¡que voy a besarte, pavo! Es mejor que una inmersión, y mira que bucear me gusta», doblega su voluntad el rey. Ha aprendido que con los pies en la tierra «es el calor de pecho ajeno el que te calma el dolor de garganta o si se te para el coche».
Más de uno ha visto en alta mar, pues no olvida aquella petición de mano que presenció bajo el agua en la popa del Naranjito. «El novio desplegó una pancarta», recuerda Andrés, junto a otras declaraciones, despedidas y funerales marinos. «Lo más peligroso son las despedidas de soltera», advierte.
Andrés lo tiene tan claro como Virgilio: «En las islas Fidji, todo muy bonito, pero a los seis meses estás de arenica y puestas de sol hasta la coronilla, y echas de menos Platería y el arroz con habichuelas y el aire de Cabo de Palos. Aquí tienes las islas Fidji y tienes guerra», respira el rey enamorado de su feudo. Para que nunca acabe, mantiene abierta la cocina del Baraka de 8 de la mañana a una de la madrugada con platos llenos de guiños árabes y pulverizadores de ambiente. «Lo he abierto al lado de Planeta Azul porque mi abuelo me decía: ¡Andresín, que el dinero se quede siempre cerca!». Para que nada acabe, para que cada mañana mire hasta donde le alcanza la vista y pueda seguir pidiendo que ese instante dure para siempre.
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